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Antes de Perón y antes de Duarte, cuando era Ibarguren – Parte 1 de 4





 
Por Armando Maronese   *
 
María Eva, hija no reconocida por un estanciero bonaerense -cabeza de otra familia- al romper con su amante -madre de otros 4 vástagos anteriormente sí reconocidos por él-, dueña de un fuerte carácter, se abrió paso en la vida y brilló con luz propia en el peronismo.
 
María Eva Ibarguren nació en la Estación los Toldos de General Viamonte, Provincia de Buenos Aires, el 7 de mayo de 1919. Era una población fronteriza en la que tribus indígenas acamparon durante los siglos XVIII y XIX, en conglomerados de cabañas, montadas en madera y cubiertas por toldo que recibieron el nombre de tolderías.
 
La pequeña era el quinto retoño de Juana Ibarguren, descendiente de vascos, cuya madre soltera la había cedido al estanciero Juan Duarte, caudillo conservador ya casado y con familia en Chvilcoy —otro pueblo provincial— a cambio de un sulky y dos caballos. El apellido Duarte era una criollización del original D´uart, oriundo también de la zona francesa del País Vasco. La identidad común, afincada por la localización de campos que el hacendado rentaba en General Viamonte, facilitó el concubinato y el distanciamiento de su familia legal. Juana, que había aceptado con fatalismo perpetuar el destino materno, era una sensual belleza de tez nevada y pelo azabache, plateado temprano para la mayoría de las fotos que se conservan.
 
De su natural inteligencia y disposición para atenderlo como un rey, se prendó el hombre, poderoso en apariencia, aunque frágil y precisado de afecto. Oficialmente Juana era “la querida”, con la que por periodos convivía en medio del bochorno y desprecio de las gentes del lugar. Con los años, los amantes concibieron cinco hijos: Blanca, Elisa, Erminda, Juan y María Eva. Duarte los primeros cuatro, pero no así a la última, sin padre oficial por presiones de la esposa legal.
 
Bautizada Ibarguren, la pobre quedó luciendo en solitario el apellido de la madre. Era la oveja negra y la más “guacha” (bastarda) de todos en una manada de ovejas pardas, estigma que la persiguió el resto de sus días. Y aunque madre y hermanos la consideraron una Duarte, a la hora de pasar lista en la escuelita primaria el “Ibarguren” fue un latigazo, que abrió heridas jamás cerradas por la perpetua sal del resentimiento.
 
Tanto en Los Toldos como en Junín —pueblo al que pronto emigran—, el núcleo permanece segregado del resto de la población. Los prejuicios enormes de la sociedad argentina, patrimonializada por los dueños de las mayores riquezas del país, se abaten sobre los pequeños. Son como leprosos a los que la gente esquiva el saludo y retira sus hijos, a la hora del recreo o de los juegos. Al no tener un cabeza de familia que se asuma a sí mismo como tal, el grupo permanece levitando en un apartado marginal dentro de la pequeña burguesía pobre. Por eso, la madre, que como toda criolla no votó hasta que la hija menor y el futuro yerno instituyeron el voto femenino en 1951, simpatizaba con las “reparaciones” que ensayó el populismo yrigoyenista.
 
En aquellos años, Duarte se ocupa materialmente de esta otra familia, a la que ofrece una empleada de servicio, sin que sus niveles de vida puedan compararse con el elevado estatus de la genuina consorte y tres hijas legitimadas. A mediados de la década, sus negocios agropecuarios empeoraron y regresa a Chivilcoy, distanciándose de Juana, si bien continúa aportando algún dinero al doble hogar. Pero en 1926 muere en un accidente de automóvil y sobre la madre de los cinco cachorros se abate la miseria.
 
Durante el funeral del occiso se registra un hecho dramático, desencadenado por la presencia de Juana y sus hijos. Al asomar los seis familiares espurios en el velatorio, son rechazados con violencia por los legítimos deudos. En la penosa escena, y contando apenas siete años, Eva percibe con toda crudeza la fuerza material que las leyes, la moral hipócrita y el poder de los ricos cobra sobre los desheredados.
 
Sin embargo, la Ibarguren no se amilana, y ante su furia enorme y la dignidad de sus argumentos, los familiares de Duarte retroceden, procurando guardar las formas solemnes del acto y la memoria pública del difunto. Al fin, Juana hizo valer la fuerza de su afecto y el de los hijos —visible en todos menos en María Eva—, imponiendo la presencia del grupo en la hora del adiós. Su actitud aguerrida quedará impresa como ejemplo en el carácter de la pequeña.
 
La rebelión de los pobres ante la injusticia, es otra fuerza social ante la cual ha visto temblar a los poderosos.
 
En los años que transcurren —entre finales de los ´20 y principios de la nueva década—, la familia se edifica con solidez, dentro de un panorama dibujado por la pobreza. Juana trabaja sin doblegarse, asistida por todos para sacar adelante el hogar. Eva guardará en su memoria las épocas en que de día y de noche pedalea en la vieja “Singer”, cosiendo vestidos y manteles por encargo, mientras aguanta el dolor de sus sangrantes varices. El ejemplo de una mujer infatigable que se apoya en sus hijos, sedimenta en ellos la noción solidaria del grupo enfrentado a la vida; sumando en Eva la noción del sacrificio por el bien común.
 
Ya en los tramos últimos del gobierno de Alvear, las leyes de los ricos marcan la frontera económica y social de los pobres. En la segunda infancia, la desventaja, sumada a su estigma, se hacen presentes a diario. La muñeca de porcelana comprada con gran sacrificio familiar para la pequeña, tiene una tara que la hizo suya por unas monedas. Una pierna articulada está rota, y ella, como buena “madre”, la protegerá en su ficción tal como es protegida en la realidad.
 
En su imaginario, la niña Ibarguren ya era piadosa con el débil. Seguramente porque también se le había roto uno de los miembros, como a su muñeca tullida.
 
En la década de los treinta, abierta por el golpe de Estado de Uriburu y continuada por su infame régimen y el del general Justo, la familia habita tres casas sucesivas en Junín, rentabilizando una buena disposición culinaria. Allí servirán almuerzos y cenas para varios personajes, que llegan de cerca y de lejos, atraídos por la cocina de doña Juana y la belleza en flor de sus tres jovencitas. Blanca estudia magisterio y Elisa trabaja en el correo, mientras Erminda y Eva dibujan su adolescencia. El desfile de caballeros respetables, como el rector del colegio nacional, junto a abogados, médicos y militares de la comarca por la cocina familiar, van socializando más a un grupo que se ganó respeto y consideración (pese a la posterior maledicencia que trocaría la modestísima cocina en un sórdido burdel familiar, realizado a gusto y paladar de los enemigos de Eva Perón).
 
Por entonces ya se perfilaba el porvenir inmediato de las tres hermanas mayores, bellas, modosas y en edad de merecer cortejo. Blanca y Elisa noviarían respectivamente con el hermano del rector y el comandante del regimiento zonal, mientras Erminda florecía pensando en agenciarse algún otro lugareño interesante. El nuevo panorama familiar reflejaba el logro de un gran esfuerzo común favorecido por cierta movilidad social, que daba alguna base de acuerdo popular a los fraudes del general Justo.
 
Apodado “Juancito” (viene a ser lo que Juanito en España), el varón de los Duarte aportaba unos pesos como repartidor de viandas o productos farmacéuticos a domicilio, resistiendo superar estudios primarios, y su traza era la de un botarate al que no hernia el trabajo. En sus tempranos sueños, se enredaban buenas hembras y un mejor pasar con el que retozarlas. Mimado por otras desde pequeño, acreditaba cierta tendencia al sultanato, obsesivamente desplazado en su adolescencia hacia el sexo duro de los burdeles provincianos.
 
Juan Duarte (hijo) quedó marcado por el símbolo encarnado por la madre soltera y el padre polígamo. En otros asuntos era sociable y entrador, con su pelo engominado y la sonrisa de pasta dental, preludiada por un pulcro bigotillo. Viéndolo flojo de carácter, la madre y hermanas lo sobreprotegían; aunque de hecho, fue él quien más protegió a Eva tras su posterior viaje a la capital. Los sueños de seductor que obsesionaban al tercer Duarte tenían cierto correlato en la benjamina, a la que llamaban “Chola”.
 
La gran ambición de la muchacha no era atar el futuro al palenque de un “buen partido”, como sus tres hermanas, o trotar como el varón, rompiendo termómetros detrás del sexo opuesto. La quimera que perseguía la quinceañera Ibarguren era la seducción de masas. Es decir, ser una gran actriz.
 
Ser grande, implicaba fama y fortuna. La primera superaba en fuerza de deseo a la segunda, que María Eva relacionaba con el poder del padre oligarca, y con todo aquel otro desprecio que la madre y ellos habían recibido de los poderosos y sus sirvientes durante años. En cambio la fama, que no era triste y provinciana, como la de los falsos Duarte y las desgraciadas Ibarguren; es decir, la buena fama, que siempre será buena porque es grande en sí misma, se le aparecía como un valor digno de ser reconocido a escala planetaria.
 
Eva María era consciente de que por origen y fatales designios, no podía ser en la escena social tan importante como la Reina Victoria o madame Curie. En cambio, podría interpretarlas con grandeza. Las revistas de cine que devoraba desde muy pequeña, hablaban de historias mágicas (¡sin duda extraídas de la vida real!) en las que chicas pobres como ella (¡sin colegio secundario ni universidad!), llegaban, desde su Olimpo y entre ovaciones, a columpiarse entre las nubes del cielo y las constelaciones estelares.
 
Por Armando Maronese
19/7/2020
 
(Continúa en parte 2)

 

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