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Antes de Perón y antes de Duarte, cuando era Ibarguren – Parte 2 de 4





Por Armando Maronese   * 
 
Leyendo “Radiolandia” o “Sintonía” y yendo al cine, descubrió la proyección de su alma gemela en Norma Shearer, una gran estrella de Hollywood.
 
Cuando la fantasía toma un modelo semejante, en él se funden ciertas realidades. Miss Shearer era una actriz de piel blanquísima. Entre sus rasgos suaves y a la vez afilados, destacaba una mirada que delataba fuerza interior. En todo esto coincidían ya la Norma de Hollywood y la Eva de Junín. Pese a las distancias que las separaban, la identificación primaria permitía a la última palpar en la otra, la insignificancia sólo aparente de su propia condición, auxiliándose en la desdicha. En aquel plato común había más ingredientes potenciales. Los papeles de Norma eran de chica esforzada, seria y con carácter, capaz de vencer la adversidad. Reflejaban la esencia de su vida real y también el criterio a la hora de escoger marido. El de ella era Irving Thalberg, acreditado como productor poderoso en la gran época de los Estudios y sus insuperables cadenas de producción. Este joven de salud cristalina, gobernaba las películas en la “Metro Goldwyn Mayer”, a la sazón el más prestigioso de todos, controlando a los mejores directores, escritores, técnicos y estrellas de aquel firmamento. En el mismo, reinaban diosas como la Garbo, la Harlow, la Crawford y, desde luego Norma.
 
Seguramente el buen juicio de Miss Shearer fue la parte más visible de su encanto hasta la prematura muerte de Irving; a quien sobrevivió estelarmente cinco años. Es probable que María Eva, en cuyo futuro también estaba trazado el perfil de un hombre poderoso (junto al de otra muerte temprana, que no era precisamente la del hombre), no distinguiera en la Shearer otra cosa que la realización del propio deseo de ser adorada por las multitudes. Sin embargo, el objetivo de captura del varón en la partida de caza de ambas, se probó común: cuanto más potente la pieza cobrada, mayor fue el triunfo.
 
El temprano imperativo de un porvenir grandioso ya comenzaba marcando las distancias que separaban a la desdichada niña de Junín, donde no tenía la menor intención de casarse o emprender algún tipo de existencia bucólica, tal como programó la vida para sus tres hermanas. Por eso clavaba la mirada en los trenes que atravesaban aquel pueblito camino a Buenos Aires, con ganas de treparse al primero, para irse a conquistar “un príncipe o un presidente” a la gran ciudad.
 
No sería ella la primera en subirse a ciegas al convoy que partía a la aventura. Agustín Magaldi se bajó poco antes de otro que llegaba desde la capital, con sus dos guitarristas. Ambulaban en gira provincial y resolvieron almorzar en la fonda más familiar en varios kilómetros a la redonda.
 
Magaldi era un melancólico cantor de tangos, el Gardel de provincias, conocido como “La voz sentimental de Buenos Aires”. Soltero en 1934, era célebre eludiendo compromisos sentimentales, aunque también, por su generosidad con los amigos en dificultades; en especial la destinada a los hermanos y la madre. Su temprano debut a los diez años se produjo después de que Enrico Caruso le llenara de acordes líricos la infancia. Conocerlo en persona estimuló la ilusión de perfeccionar su voz. Pero la Ópera, que requería timbres rigurosamente educados, también los deseaba únicos, y el suyo, pese a los giros académicos adquiridos con tiempo y voluntad, no se hallaba entre ellos. En cambio, el género menor del tango le brindó muy pronto la oportunidad de ganarse la vida.
 
Desmoralizado, Magaldi se refugió un tiempo en el nombre artístico de “Héctor Palacios”. Pero en medio del extravío de identidad, al público empezó a gustarle su estilo, y retornando a un bautismo original que restauró parcialmente su ánimo, formó un exitoso binomio con Pedro Noda.
 
Cuando aparcó en Junín con 38 años, el melancólico trovador ya actuaba en solitario. Aunque menos popular que Carlos Gardel, estaba a la altura de Ignacio Corsini y era un clásico. Sentimental y depresivo, se convirtió en el ídolo de los presidiarios; gente de alma quebrada a la que ofrecía su arrullo, con calidez y sentimiento.
 
En el verano de 1934 era uno de los pocos solistas escuchados por multitudes, más inclinadas a danzar al compás de las orquestas típicas. Su estilo melodramático era único pidiendo lágrimas en cada estrofa de sus setenta temas propios; que no eran exclusivamente tangos. Escritor de zambas y chacareras, perpetraba exóticas creaciones de gran éxito como “Nieve”, extravagancia rusa llena de fríos copos, entre los que la caravana siberiana de horror a la que iba el amante encadenado era acosada por lobos, mientras su amada Olga, a salvo en Moscú, disfrutaba de algún amor más amparado por la calefacción.
 
Magaldi era un ser de fondo frágil; quizás por eso murió a los cuarenta años con la palabra “madre” en los labios. A cuatro de distancia, se le cruzó María Eva durante un paseo por el parque del pueblo.
 
Él, camino a la improvisada fonda de doña Juana y siempre fascinado por las jovencitas, la obsequia con una flor recién cortada y una sonrisa. Ella se la devuelve, echando un cálculo: ¿no podrá recomendarla, el trovador famoso y gentil, a las gentes del cine y teatro de Buenos Aires?
 
Prendado de una niña insistente, habla con la madre del asunto. Ella se niega. Pero Eva insiste una y otra vez, hasta que en un largo y feroz tira y afloja, entre las dos Ibarguren, doña Juana afloja el tiento ante la insistencia de ese carácter gemelo, acordando que la recomiende a sus amigos en la Capital. Desde tiempo atrás, advirtió que su quinta hija era diferente y que para no arruinarle la vida había que dejarla volar. La maestra de la escuelita número 1 le había dicho, en medio de las dificultades que presentaban las matemáticas para Eva, que la niña acreditaba inteligencia, pero incapaz de concentrarse a fondo.
 
En cambio, la entusiasmaban la radio, las películas y recitar poesías.
 
Después de atenderle una larga ristra de ellas, durante una sobremesa regada con sabios postres y buen coñac, “La voz sentimental de Buenos Aires” brinda con Juana por el porvenir artístico de su niña. De apariencia tristona, Eva incubaba una fuerza interior que atraía a los hombres como él, impresionado por las figuras femeninas dominantes. En alguna foto escolar, el gesto impreso de la “Chola” nos revela el bloqueo emocional determinado por los sueños de un ser, que precisaba palabras de otros para expresar sus emociones.
 
Magaldi, que era otro espécimen retraído y solo se animaba desplegando su repertorio, prometió ayuda en Buenos Aires. Estimulada por la promesa y con su maleta de cartón, Eva abandona poco después el paisaje provinciano, camino a la jungla. Las memorias de su hermana Erminda y las de Perón nos cuentan que la madre viajó con ella y asistió a una exitosa prueba radial, concertada por un amigo de Magaldi. Otros insisten en negarlo. Sea o no así, al final del viaje quedó sola y sin contrato alguno en la soñada Buenos Aires: urbana pesadilla para una quinceañera sin recursos ni preparación.
 
En principio, la audaz provincianita contó con el apoyo del hermano que hacía la “mili” en Campo de Mayo. Después, quizá Magaldi y sus contactos soplasen la vela de su barquito en buena dirección.
 
De sus pasos, a comienzos de 1935, se conoce un inmediato cambio de identidad. Es norma en los artistas concebir nuevos nombres y apellidos que ajusten mejor el resto del invento. Mecha Ortiz, Amelia Bence o Amanda Ledesma, tres divas criollas de la década, que en el cine, el teatro y la radio, se llamaban María Mercedes Varela, María Amelia Batvinik y Josefina Rubianes Alzuri.
 
La adolescente de Junín es más genuina, y respetando un segundo nombre que toma la delantera; le cose el apellido negado por el fertilizador de su pobre madre. De aquella cruza entre deseo y revancha, nace el gran desafío de Eva Duarte: disfraz de una “rasca” con parada de actriz, en busca de cualquier papelito en los teatros de la nueva y ancha calle Corrientes, en instantes poco propicios para la escena.
 
En los días infames de la década, las gentes preferían gastar los pocos centavos que destinaban al ocio en ir al cine o disfrutar de la radio, cada vez más surtida de estaciones, radioteatros y variedades, con música e intérpretes de prestigio. Las tablas importantes no crujían bajo el peso de piezas clásicas u obras de vanguardia. El impacto de taquilla llegaba desde los espectáculos revisteriles del “Teatro Maipo” y sus sucedáneos, con divas sabiamente emplumadas, bufones zafios y coristas audaces. Las cantantes escénicas, al estilo de Libertad Lamarque o las características aficionadas al desparpajo vocal, como Tita Merello, eran las grandes triunfadoras, compartiendo éxitos con las compañías volcadas hacia mensajes costumbristas. Allí, aparecían matronas de tablas y partiquinos graciosos como símbolos de la pareja despareja, reinante en el género del sainete y a menudo en la vida real.
 
La escena puramente dramática, asediada por la competencia del cinematógrafo y la miseria popular, se mantenía gracias a unas pocas figuras y autores de prestigio que, como las golondrinas solitarias en un cielo de plomo, no hacen verano. Dentro de este otro universo, pequeño y sustancioso aunque forzosamente exigente, los rudimentos culturales de Eva Duarte tampoco podían hallar su espacio.
 
La ruta posible señaló entonces el derrotero hacia comedias pobres, en compañías que sobrevivían malamente con las giras que realizaban al interior del país, y en las que los partiquinos como ella se llevaban lo peor de la recaudación y el trato, matizado por frecuentes periodos de paro y hambruna. Eva remontó penosamente la cuesta, sobreponiéndose con el vigor infatigable de Juana, a las calamidades que siempre atenazan a las solitarias jovencitas de pocos recursos, para quien el acoso sexual es cosa de todos los días y el camino de la prostitución espera girando la esquina.
 
Contra lo que se dijo luego con rencor, no ganó los pocos garbanzos de sus guisos viudos en ningún prostíbulo, ni vivió del sexo; aunque a veces con él se auxiliara para trabajar en lo suyo. A poco de llegar había dado con Magaldi, varón piadoso que pagó un cuarto de hotel, compartiendo techo con ella algunas semanas.
 
La brevedad del encuentro fue el resultado del acoso de la ansiosa muchacha, y de la capacidad del jilguero para poner pies en polvorosa.
 
Antes de desembarazarse de Eva, en medio de una escena tempestuosa en cierta noche de estreno cinematográfico —ante las puertas de una sala céntrica en la que se presentó de golpe, cogiéndole del brazo ante todo el mundo—, la derivó aterrado a su amigo, el crítico teatral Edmundo Guibourg, de gran prestigio en el medio. Pero el primer papelito que consiguió la joven, recién a fines de 1935, se lo dio José Franco, padre de otra legendaria Eva, de verdad actriz y una de las más grandes en la escena criolla.
 
La Franco, cabeza de su propia compañía y belleza morena con un aire a Gloria Swanson, actuaba desde los cinco años respaldada por el prestigio de su padre, ahorrándose las penurias dobles de una pobre tocaya, que debió atormentarse comparando al progenitor con el que a ella le había tocado en suerte.
 
Quizá para recibir alguna llama de calor paterno, la partiquina se metió en el catre de campaña de José Franco, hasta ser despedida. Tras una segunda experiencia con la troupe de Pepita Muñoz (gran cómica oriunda del circo y el sainete) y de ambulantes giras por el interior, se ligó al empresario, crítico y autor teatral Pablo Suero, que le dio pie en una obra de Lillian Hellman. Este asturiano emigrado había estrenado el repertorio teatral de Federico García Lorca en los escenarios porteños, durante el viaje realizado por el autor entre los últimos meses de 1933 y la mitad de 1934.
 
A medio camino entre el liberalismo y la autodestrucción, los dieciséis o diecisiete años de la flacucha Eva (bastante alta para la época) no tenían demasiado que ofrecer a los hombres, y menos todavía a los cultos o famosos, salvo su juventud. Las formas rezagaban aún el buen contorno, y el medio escogido para triunfar, sin curvas ni talento, no semejaba indicado. El amorío con Suero, que era bajo, gordito y a quien sus enemigos teatrales apodaban “el batracio”, fue la tercera experiencia entre sus búsquedas de apoyo en individuos inspirados, que pronto se hartaban de su ansiedad y la ponían de patitas en la calle.
 
Sin embargo, las aceras, con ser tan inhóspitas con los desvalidos, no la espantaban. Se habían transformado en su medio natural, como el agua de los peces y el cielo de los pájaros. Ella misma se definió luego como “un gorrión” en las páginas de “La Razón de Mi Vida”, y al principio de su historia adulta eso fue, sin cobijarse aún bajo el ala protectora de aquel “cóndor que volaba más alto que todos”, presente en el perfil aguileño del coronel Perón, ya a punto de enviudar y entonces con el grado de mayor.
 
En la gran ciudad, y en su fauna y flora artística desfilando por los céntricos teatros y cafés de reunión, halló Eva la rudimentaria leña que alimentó la primer hoguera de sus sueños, relacionándose con otros como ella o más afortunados; pero al principio, nunca peor tratados por la suerte. Los nuevos amigos le pagaban el café con leche o le prestaban unos pesos para ir tirando. Ella lo devolvía todo y repechaba la cuesta. Sus contactos con el cultivado Guibourg, la condujeron a bocadillos insignificantes, o breves apariciones como figuranta en empresas algo más ambiciosas, junto a Camila Quiroga, o bajo la dirección de Armando Discépolo. Pero en nada de aquello pintaban mejor las perspectivas.
 
El destino inmediato le reservó modestas apariciones de odalisca, gitana, sirvienta o candidata a contraer la sífilis, como en una pieza educativa titulada “El Beso Mortal”. Empero, la firmeza para resistir la adversa fortuna era ciclópea y, depende de para quien, conmovedora.
 
Por Armando Maronese
D. 19/7/2020
 
(Continúa en parte 3)

 

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