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Antes de Perón y antes de Duarte, cuando era Ibarguren – Parte 4 de 4





Por Armando Maronese   * 
 
Todo era así de sencillo; como las cálidas invitaciones a comer pucheros de gallina en la madrugada, sólo concebibles en seductores porteños; una costumbre urbana que comenta cierto autor en su libro sobre Eva, y que a la vez nos revela la naturaleza de los Romeos que frecuentaba esta Julieta con oculta vocación de lady Macbeth y Genoveva de Brabante .
 
En su campechanía de hembra rural cabían el lenguaje rudimentario y los convites de este tenor; rehuyendo las ceremonias pomposas y los ambientes o personajes relamidos, sin ese rasgo “canalla” que les permitía identificarse con ella y su tropilla de amigas, hembras jóvenes y con ganas de divertirse como Dorita Norvi, Rita Molina, Anita Jordán, Jardín Heredia y Elena Lucena, otra importante estrella de la radio.
 
La buena química entre Eva y la gente que pesaba en este medio, la aisló del corral de flores de un día y putillas que trotaban por el mundo de la farándula, aliviando de la cintura para abajo las tensiones de ásperos varones.
 
Así, tras conquistar a los patrocinadores de sus radioteatros, o a actores y periodistas que la ayudaban a trabajar más y mejor, el goce del sueño que se iba haciendo realidad era lo que le producía el placer más grande, porque su realización reivindicaba a la pobre niña Ibarguren, la “Chola”, oruga de provincias que ya estaba rompiendo su crisálida para desplegar alas y volar, alto y tan lejos de la miseria y la oscuridad de su origen como fuera posible. Volar alto hasta tocar el cielo, o quizás el fuego del infierno con tal de ser alguien grande, muy famoso y tan inalcanzable para los mortales como las estrellas del cielo, que solo se acarician con la mirada.
 
Aquel fantástico viaje a la grandeza, aún pintaba lejano en 1941, año en el que ya había conquistado algún eco en los tímpanos y los corazones solitarios de las amas de casa, pegadas al aparato de radio, pero en el que su imagen cinematográfica se desvanecía tan penosamente como en el teatro.
 
Del debut en la cinta “Segundos Afuera”, quedó el jirón de un romance con el actor Pedro Quartucchi, (del que hace un tiempo se mencionó una hija en común y su reclamo de la prueba del ADN). Pero de ahí en más, la presencia de Eva se esfumó sin pena ni gloria en algún fotograma de “La Carga de los Valientes”, “El Más Infeliz del Pueblo” y “Una Novia en Apuros”, rodadas entre 1939 y 1940 para Olegario Ferrando, dueño de una productora y breve mecenas de muchas actrices; o bien en algún corto metraje rodado para “Línter Publicidad” tras un previo romance con el productor Rafael Firtuoso.
 
La inserción en la pantalla era frecuente en las actrices de la radio o el teatro. Entre 1935 y 1940 el cine argentino contaba con modernos Estudios al estilo hollywoodense que le habían permitido alcanzar los 196 largometrajes (contra los 208 de México), la mayoría exportables a los países hispano hablantes. “Argentina Sono Film”, fundada en 1933 por la familia Mentasti, era una versión criolla de “Metro Goldwyn Mayer” y se situaba por encima de las posteriores “Lumiton”, “EFA” o “Estudios San Miguel”. Pronto se agregaría a la lista de “majors” criollas la más artística y creativa de todas: “Artistas Argentinos Asociados”, una cooperativa formada por algunos actores y escritores de prestigio, empeñada en realizar filmes de calidad , vinculados a la cultura y las tradiciones argentinas.
 
Es por todo ello natural que el medio contase con grandes figuras. Entre la actrices, se destacaban (entre otras notables bellezas criollas) Libertad Lamarque, Eva Franco, Niní Marshall, Mecha Ortiz, Amanda Ledesma, Amelia Bence, Delia Garcés, Paulina Singerman, Nedda Francy, Pepita Serrador (madre de Narciso Ibáñez Serrador), Tita Merello, Luisa Vehil, Irma Córdoba y Elisa Galvé.
 
El corral masculino de galanes y característicos estaba muy bien surtido; si bien los arquetipos se inspiraban de alguna forma en astros norteamericanos o europeos. Encabezando los primeros, contaban Francisco Petrone (equivalente del francés Louis Jouvet o Spencer Tracy), José Gola (a Clark Gable), Esteban Serrador (suerte de Cary Grant castizo y tío de Narciso) y Narciso Ibáñez Menta (su padre), Juan Carlos Thorry, Hugo del Carril, Pedro López Lagar (galán joven de Margarita Xirgu) y Ángel Magaña.
 
Entre los cómicos de ambos sexos, Luís Sandrini, Pepe Arias y Niní Marshall iban en cabeza, seguidos por el entonces joven Pepe Iglesias (“El Zorro”) y Olinda Bozán. Intérpretes de carácter con muchas tablas, eran Enrique Muíño, Florencio Parravicini, Elsa O´Connor, Luís Arata, Enrique Serrano, Camila Quiroga, Homero Cárpena, Felisa Mary, la mencionada Pierina Dealessi, Elías Alippi, Sebastián Chiola, María Santos y José Olarra.
 
Eva Duarte aspiraba, sin suerte, a figurar entre las grandes luminarias de la época. Había intervenido en algunos metrajes, pero darse el gustazo de verse a sí misma en la pantalla era tan estimulante como reflejarse en un espejo roto, y aquel constante fiasco, ningún padrinazgo o golpe de suerte podían remediarlo.
 
Otras divas del éter habían asumido ese límite sin complejos. Ahí estaban para demostrarlo Olga Casares Pearson, Mecha Caus, Julia Giusti, Susy Kent o Mercedes Carné, grandes voces fracasadas en el cine. En cambio, cuando la trémula emoción de la Carné interpretó a Santa Lucía, la virgencita de los ciegos —mártir en tiempos de Diocleciano, y convertida en pulpera criolla, rubia y de ojos celestes para el radioteatro—, multitudes invidentes desfilaron en procesión por la radio, buscando que los dedos de aquella milagrosa voz les acariciaran los ojos hasta devolverles la luz.
 
Era imposible que los ciegos viesen los ojos celestes de Mercedes Carné. Casi tanto como que los oyentes de los dramones de Evita Duarte —otra víctima de la maldición que perseguía a las celebridades radiales— disfrutaran de su imagen en las películas. Era su drama mayor y a casi dos años de su futuro encuentro con Juan Perón, las perspectivas de superarlo eran remotas.
 
Por momentos sentía que aquello era como calzarse un zapato dos números menor. A cambio, tenía su público y ese era un bastión que cuidaba con tesón, fría disciplina y acento malevo.
 
En el timbre de la Duarte, sus heroínas recitaban tangos. La dicción de la primaria se le mezclaba con la manera de frasear de Gardel, Corsini, el pobre Magaldi —a cuyo velorio no asistió, identificándolo injustamente con el autor de sus días—, Charlo, Rosita Quiroga o la “Ñata Gaucha”. Los culebrones que le servían eran percibidos en su voz al ritmo de ese compás, aunque el tratamiento original fuese otro.
 
Eva no sabía cantar, pero su breve vida era como un penumbroso tango, con el irredimible padre, que tras abandonar a la santa madrecita muere entre hierros retorcidos de un culposo accidente; el pueblo perdido en el polvo que levanta el tren; y la triste protagonista, apenas adolescente, con la maleta de cartón bañada por lágrimas, que derramará muy pronto en la gran ciudad (símbolo de la virtud y las ilusiones perdidas), entre el pecado de “Gricel” y un plumbeo reinado en los radioteatros de la tarde.
 
Allí, sintonizando la estación correspondiente en la caja sonora está ella, flor del éter, mientras las arrugas que van naciendo de su frustración le surcarán pronto el tuétano si no impone la imagen viva de su cuerpo, lleno de pasión y energía.
 
La dicción tanguera de Eva, modesta actriz de escasa cultura y pobre vocabulario, le permitía en cambio conectar con un público que cantaba y bailaba masivamente el tango desde los años ‘30, pero que además hablaba como ella, comiéndose las “eses” y arrastrando las palabras como una pila de hojas secas crujiendo bajo el rastrillo. Al visionar metrajes criollos de esta década y la siguiente, solemos evocar el tango en los gestos y las voces de artistas que no cantan. El énfasis vocal de aquel argentino medio (hoy en franca extinción) se embebe de la atmósfera irrepetible de una larga época como parte de un arraigo cultural poderoso. No casualmente, el primer film con sonido óptico estrenado en 1933 se tituló “Tango”, y el entierro de Carlos Gardel dos años más tarde, se vivió como una tragedia nacional.
 
Las tragedias radiofónicas de Evita Duarte —por sentimiento y drama vivido en las pensiones baratas y esquinas peligrosas del Buenos Aires aquel— tenían más proteínas del arrabal que las ensayadas por otras divas. Empero, su tragedia personal con la fama —cuyo deseo es como la sed que intenta calmarse bebiendo agua salada— le pedía seguir avanzando más rápido y mejor sin temor al futuro o al abismo.
 
La ilusión de superar aquel duro trance era tan improbable en el celuloide impreso como la de los cieguitos que fueron a ver a Mercedes Carné. Curiosamente, la mística sensación de ser no siendo una santa, no correspondió al fuero íntimo de la Carné, sino al suyo en un próximo escenario: el más grande jamás soñado por ninguna actriz del mundo.
 
Así, hasta Eva Perón llegarán, desde finales de 1947 y en perpetua caravana, invidentes y videntes en la miseria; mujeres y hombres de todas las edades y una sola condición; jóvenes y niños pobres; sanos pobres y pobres enfermos; infelices, que en la mayoría de los casos tienen lo que llevan puesto. Son los desheredados de la tierra, como aquellos pobres guachos de Junín rodeando el coraje de la madre en el funeral de un fantasma y que, siendo como ellos, tendrían en cambio la suerte, de encontrar muy pronto la caricia protectora “de esos dedos largos finos y algo húmedos”, como después recordó, ya viejo, el grande y único amor en la vida del último fruto surgido de los espurios amores entre Juana Ibarguren y el señor Duarte.
 
El encuentro con Perón no estaba lejos en 1942, pero aún faltaba tiempo para llegar a ese entrevero. El que ocupaba los afanes de Eva dejó de ser, durante aproximadamente un total de nueve meses, de entre este año y el siguiente, la radio o cualquier otra faena conocida. Se acredita que desapareció, sin que nadie consiguiera desvelar un paradero que continúa envuelto en el misterio, aunque case exactamente con un período de gestación.
 
En los primeros meses de 1943 Eva vuelve sorpresivamente a la carga en los radioteatros. El golpe de estado del 4 de junio la sorprende en plena tarea, mientras los nuevos dueños del poder emprenden la suya reglamentando regimentar militarmente el país y controlando las emisoras a través del diktat de la Secretaría de Correos y Telecomunicaciones. El encargado de fiscalizar lo que se puede y no se puede hacer en el medio es el coronel Aníbal Imbert, anterior jefe de Comunicaciones de la guarnición de Campo de Mayo, a quien Eva contacta gracias al general Domingo Martínez (ex Jefe de Policía de Ramón Castillo y su amigo militar más importante hasta el arribo de Imbert); o bien por medio del asistente del coronel, Oscar Nicolini, vinculado por azar con su madre y la familia en Junín.
 
El personaje había sido el jefe de una humilde oficinita postal perdida en la provincia, y ahora el destino le mandaba tender una mano a la hija menor de doña Juana, de quien se dijo fue—¡cómo no!— amante ocasional.
 
Con la gestión militar llegan a la radio las listas negras. En su ímpetu ordenancista el régimen expurga de la sintonía tangos malevos, deformaciones bufas del idioma que impiden a las gentes hablar con corrección y aquellos programas que los censores juzgan inconvenientes; aunque la vuelta de tuerca más importante es la que se aplica a los actores, técnicos y libretistas que piensan con su cabeza. Por lo tanto y de ahora en más, nadie que sea “simpatizante comunista o piense con la mano izquierda” podrá trabajar.
 
Sin ser insensible a la cuestión social, la actriz no tenía tradiciones políticas o inclinaciones manifiestas por ningún partido, pese a la simpatía irigoyenista de la madre. Los combates proletarios habían amainado bastante en los entre 1920 y 1930, y su influencia sobre los estratos medios menos favorecidos no la alcanzaron en la distancia de Junín, ni tampoco en la Capital Federal.
 
Si bien Eva Duarte es una rebelde social en potencia, sólo pudo rebelarse con cierto éxito contra su origen y el destino de provincias.
 
En los relatos de quienes conocieron su llegada a la Capital y sus esfuerzos por abrirse camino —como la Dealessi, el galán Pascual Pelicciota o el característico Marcos Zúcker—, Eva es una chica humilde e individualista amiga de sus amigos, y a medida que escala posiciones devuelve favores a quienes la ayudan.
 
El cierto aislamiento ideológico de esta estrella popular en un medio bastante politizado, era ideal para el régimen y, según algunos testigos, por otros para Imbert. Aunque los testimonios vuelvan a contradecirse y se tornen imprecisos, a ésta altura la Duarte era una cortesana bastante introducida en el ámbito militar. Por lo pronto, desde el otoño de 1943 vive en un piso confortable (atribuido por algunos antiperonistas al presupuesto destinado al Ejército), y en la primavera estrena un largo e importante ciclo de heroínas. Así, mediante perfiles históricos trazados por Francisco Muñoz Azpíri y Alberto Insúa, encarna a Catalina de Rusia, Eugenia de Montijo, Lady Hamilton, Isabel de Inglaterra, Ana de Austria, madame Chiang Kai Chek, Eleonora Duse o Isadora Duncan, entre varias más a las que la historia dotó de gloria, y ella de un acento tanguero que, engulléndose la terminal de alguna palabra, destila calle y carácter.
 
Más que carácter, el celo militar exigía castos y a la vez glamorosos ejemplos para amas de casa, unidas a su imaginario. Los maridos, trajinando entre la disciplina y las órdenes en el cuartel, se tornan extremadamente vulnerables ante consortes tentadas por los romances apasionados; y Eva Duarte ilustraba con el ejemplo de “Grandes Mujeres” a las “doñas”, sobre el arte de remitir los calores de la soledad a la chimenea o entre ollas y cacerolas, mientras les recomendaba el mejor aceite para freír el pollo.
 
Para ella los oficiales junianos fueron más accesibles que los envarados funcionarios civiles del gobierno derrocado, o complejos patrones como el quisquilloso y el fondo frío Yankelevich, el “zar” de “Radio Belgrano”.
 
En un militar, por más encumbrado que esté siempre quedan trazas del cuartel y sus rudimentos. Las reglas de comportamiento ante cualquiera de estos varones, están más o menos incluidas en las jinetas, los laureles o los soles prendidos al uniforme. Acostumbrados a tratar con la tropa, no hay nada mejor que hacerles la venia (como impone el rígido Imbert a todo el mundo en el Correo) para distenderlos un poco. Con tiempo, obediencia y la práctica continuada de la ley del embudo, llegará el ascenso. A ese público marcial no interesaban especialmente las damas cultas y refinadas. Se parecían a los aceiteros y jaboneros en los rudimentos galantes, y seguramente en otros frentes de batalla eran menos exigentes.
 
El hándicap de la Duarte radicó en prolongar la admiración que ya había rendido a Kartulovic y otros empresarios, adaptándola a la disciplina y contrición de un suboficial ante los superiores. Nada gustaba más a los marciales burócratas del estado que el aplauso, mientras jugaban todo el tiempo a la guerra. Las grandes mujeres que abordaba su ciclo rendían pleitesía al arquetipo de ladero armado, solemne, y siempre dispuesto a morir por su emperatriz, por su dama, por su novia o a manos de libretistas que los mataban de un plumazo, para que la congoja de la reina del radioteatro de la tarde alcanzase su punto de hervor.
 
Desde mediados de 1943 era frecuente el encuentro de Eva y sus amigas con oficiales de alto rango en fiestas o recepciones. Los centuriones atravesaban un periodo cesarista cortando el bacalao y se desmelenaban un poco, después de chuparse años de cuartel fiscalizados por la moralina de Manuel Rodríguez y sus sucedáneos, mientras estas divinas criaturas del cine y la radio capitalizaban laboralmente sus ansias de diversión.
 
A medida que se acercaba el final de año, los pasos de Eva fueron convergiendo casualmente hacia los del centelleante coronel Perón. En un mismo día, alternaron inadvertidamente su presencia en “Radio Belgrano” en diferentes horarios.
 
El alto funcionario y “Monje Negro” de una influyente logia militar, asoma por estas fechas con la sonrisa eternizada por una revista de cine y bien apoltronado en un anchísimo chaise longue, escoltado por la actriz Julia Giusti y su elenco de “Estampas Porteñas”. A su lado, su señorita hija (sic) de unos 14 o 15 años, le observa arrobada mientras lo contiene amorosamente, como si fuera un jarrón chino de la dinastía Ming. Al flamante Secretario de Trabajo y Previsión le atraían los micrófonos como parte de su creciente afición a que lo escuchasen en todas partes...
 
Entre los amigos militares de Eva, el nombre de Perón comenzaba a sonar de una extraña manera. Cuando por primera vez le echó el ojo, preguntó a la gran retratista Annemarie Heinrich por aquel oficial apuesto y con un estado civil envuelto en el misterio, pese a la foto de marras.
 
“Ése, es un militar más, como son todos...”.
 
La tradición anti militarista de la emigrada austriaca (una excepcional fotógrafa de artistas, al estilo del norteamericano George Hurrell) la indujo al error. Juan Perón no era un militar cualquiera. Tampoco para el entrenado instinto de Eva Duarte. Y aunque de hecho estaba dispuesta a rondarlo, recién dio en el clavo unos cuantos días después.
 
Fue en el trágico mes de enero de 1944. Allí es donde empieza otra historia y nacerá otra Eva...
 
Por Armando Maronese
D. 19/7/2020

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