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A 65 años del bombardeo a la Plaza de Mayo - 2 de 11





Por Armando Maronese   *

El resultado de una época marcada por el odio y la intolerancia y un enfrentamiento muy difícil de olvidar. Justamente un jueves 16 de junio, hace 65 años, la ciudad de Buenos Aires padeció un bombardeo desde el aire. Esta memoria no ha podido borrarse de mi retina. 
 
Desde la terraza de un edificio, en horas del mediodía, me tocó observar los aviones y estremecerme con el trueno de las bombas que caían sobre varios puntos de la ciudad (entonces creía, con la ingenuidad fervorosa de un opositor de quince años, que el único blanco era la Casa Rosada).
 
Error. Muy pronto se conocieron las pruebas fotográficas de una masacre -no pude acercarme a la Plaza de Mayo porque la policía lo impedía-, que nos atenazaba en el odio recíproco.
 
La historia contemporánea, en especial para los testigos entrados en años, conlleva la dificultad de distinguir la herencia de la memoria del rigor que exige el oficio historiográfico. Esto lo aprendí algunos años después de aquel aciago día.
 
La historia es, en efecto, reconstrucción del pasado con la guía que le proporciona una perspectiva teórica. Este diario de navegación en el enjambre de las acciones humanas, con sus consecuencias queridas e imprevisibles, permite acaso ubicar el significado de aquella circunscripta tragedia.
 
¿Qué ocurría entonces a la luz de esta manera de entender las cosas? Sobresalía en esas horas uno de los momentos más polémicos -según el sentido exacto de esta palabra-, en un proceso de larga duración que había comenzado en 1930, y sólo habría de clausurarse en 1983. Es un proceso marcado al menos por cuatro rasgos: la ruptura, por medio de la violación de las reglas de la sucesión democrática a partir de 1930; la irrupción, desde 1945, de un duro debate en torno de la distribución del poder social; el desarrollo predatorio hacia mayores niveles de control totalitario de un tipo de autoritarismo popular, entre 1949 y 1955; la dialéctica, en fin, de una política entendida como guerra entre enemigos.
 
Estas cuatro dimensiones se condensan en la noción de la ilegitimidad del poder. En aquel tiempo, los argentinos no supieron -ni quisieron-, pactar un consenso democrático acerca de las reglas de sucesión y de la distribución del poder social. Cuando una sociedad no sabe a qué atenerse en estas materias fundamentales, la violencia invade las relaciones de poder y el miedo corroe el vínculo social.

Aquellos que, en uno y otro bando, disputaban la primacía en 1955 apostaban a que, de inmediato, la historia habría de regenerarse en la clave de la oposición o continuar su derrotero en el cuadrante del oficialismo peronista. Ambos (ventaja de mirar los acontecimientos desde el presente), se equivocaron: lejos de amainar, la crisis de legitimidad siguió reproduciéndose y cobrando víctimas.
 
A borbotones, todo se probó entonces en nuestro país, excepto la democracia constitucional cabalmente entendida. El Estado peronista, que era atacado con bombas y metralla en aquella fecha, era expresión de otro perfil, no menos inquietante: implantado con lógica militar en la sociedad que lo había visto nacer a partir del golpe de Estado de 1943, ratificado un año antes por una votación que superaba el 60%, embarcado en pos de un control casi absoluto de la educación, la cultura y los medios de comunicación, el peronismo representaba una tajante escisión entre el repertorio de los derechos liberales y el repertorio de los derechos sociales. Por eso la mezcla de odio y afecto que lo acompañaba.
 
¿Por qué el peronismo no supo proponer al país, ese gran pacto entre libertades y derechos sociales que hacía eclosión en el mundo occidental? Las respuestas son múltiples, en línea con la historiografía acerca del peronismo, pero si tuviera que concentrarme en algún aspecto vinculado con los cuatro rasgos apuntados más arriba, diría que en junio del 55, el propio Perón aceleró su derrumbe cuando perdió la aquiescencia de dos de los tres pilares que sostuvieron su hegemonía: por un lado la Iglesia Católica y por otro las Fuerzas Armadas.
 
Los dos pilares de 1946 se realimentaron mutuamente (el tercer pilar, los sectores populares con eje en el sindicalismo, manifestó una lealtad mucho más persistente). Un peronismo cerrado sobre sí mismo, no entendió los cambios que habían sobrevenido en la Iglesia Católica de posguerra. El ideal de un nacional-catolicismo controlado desde el Estado había quedado atrás, aun aceptando los casos de España y Portugal, ya regidos, no obstante, por sendos concordatos ¿Tenía sentido la Constitución autoritaria de 1949 con relación a la Iglesia y la sociedad civil, en un mundo donde De Gasperi, Adenauer y Robert Schumann eran figuras sobresalientes?
 
Perón no sólo no se atrevió a jugar a fondo la carta socialdemócrata; ni siquiera atinó a comprender la novedad de la democracia cristiana. En lugar de realidades, vio fantasmas y atizó las contradicciones aplicando el estado de guerra interno, persiguiendo a los opositores y abriendo paso a un método de acción directa que se había ensayado en 1953, e iluminó la noche del 16 de junio con el fuego de los incendios de una decena de iglesias, más la Curia eclesiástica.
 
La relevancia del conflicto con la Iglesia Católica, se entiende de acuerdo con la intención de controlar el poder religioso y moral (no era tan evidente ese control con respecto al poder económico de origen extranjero) y, sobre todo, porque ese avance sobre un ámbito que guardaba celosamente su autonomía y cuyo pensamiento inspiraba la educación impartida en los institutos militares, debía perturbar la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder político. La persecución a la Iglesia, convirtió a los colegios católicos en un hervidero de activistas contestatarios. Una incesante producción de comunicados, panfletos y arengas, se esparcía por el país y llegaba a los cuarteles. Esas acciones arreciaron en junio y continuaron con la misma pasión hasta septiembre.
 
El Buenos Aires de aquellos días era una ciudad sin mendigos, relativamente satisfecha, oscura de noche, pero llena de espectáculos y festivales de tango, con escasa delincuencia, bien alimentada y habitada por un sentimiento de opresión que se hacía carne en aquellos que no adherían al régimen peronista. Extraña ciudad, vieja y nueva a la vez, cruzada por tantas contradicciones que sería inútil recapitular: un rosario de represores que convocaban a defender la justicia social y de conspiradores que soñaban con la derrota del fascismo y el renacimiento de las libertades.
 
La ilegitimidad se cocía, pues, a buen fuego en ese caldero. Cuesta entender cómo se puede dilapidar tanta abundancia con tanto faccionalismo, tanta calidad de vida material con tanta arbitrariedad e intemperancia. Y lo peor, es que aún no había concluido esa caída en pendiente. Podría sugerirse que la larga duración de esta crisis, explica en parte la demora en consolidar nuestra democracia. Medio siglo no se borra al instante, como tampoco se borran las impresiones.

Del incendio de las iglesias, no me quedó tanto el cuadro de las paredes calcinadas o de los altares destruidos, actualizado por la fotografía. No, lo que perdura en mi mente, es la percepción de un aroma fétido, como si el olor del fuego hubiese quedado adherido a los muros. Si éstos son mis pequeños recuerdos ¿Cómo no inclinarse ante los de aquellos, que recogieron a sus muertos en aquel día de discordia? ¿Y cómo no entender, frente a tamaño disloque, que la historia haya quedado partida en dos? Habrá que seguir porfiando para unir esos fragmentos, no para falsificarla, sino para entenderla mejor.

Por Armando Maronese   *
J. 06-8-2020
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