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Cómo fue que Perón perdió la batalla por Córdoba - 3 de 11





Por Armando Maronese   *

Los rebeldes sostenían que en las filas oficiales no había voluntad para luchar; el peronismo padecía de irrealidad. 
 
En 1862, Bartolomé Mitre asumió la presidencia de un país desangrado por las luchas civiles y el genocidio que ocasionó en el Paraguay y paralizado por el atraso. Empeñado en ejecutar un proyecto de unidad nacional y progreso, buscó la alianza territorial y política de Córdoba, a la que calificó como "la llave del interior".
 
Casi cien años después, en 1955, Córdoba revalidó ese título asumiendo el riesgo de transformarse en plaza de guerra para iniciar el combate contra la dictadura peronista. Entonces, la devota ciudad que aún mantenía sus rasgos aldeanos, contaba con alrededor de 400.000 habitantes. Prevalentemente burocrática, universitaria y comercial; sólo años después y con el portentoso desarrollo de la industria metalmecánica se transformó en una urbe.
 
Raúl Orgaz, su primer sociólogo, la calificó de bicéfala. Guardiana del orden colonial y de la ortodoxia católica por sus vínculos con el virreinato del Perú y simultáneamente atenta, a las innovaciones que se propagaban desde el puerto y el litoral. Esas tendencias disputaron a lo largo de los años en el campo de batalla, en el claustro universitario, en el periodismo y en la política.
 
En el siglo XX, a partir de la ley Sáenz Peña, las tendencias liberales se expresaron políticamente en el Partido Demócrata, fundado por Ramón J. Cárcano e inspiraron los postulados reformistas que cerraron el ciclo jesuítico en la Universidad y con sus matices, impulsaron la renovación del radicalismo bajo el magisterio de Amadeo Sabattini.
 
Demócratas y radicales rivalizaron y se enfrentaron en los comicios, sin poner nunca en peligro las instituciones republicanas   -  Los gobiernos de las sucesivas intervenciones dispuestas por el gobierno de facto instalado en 1943 y luego los consagrados por el peronismo en los comicios, abrazaron las ideas corporativas, se inspiraron en la doctrina franquista y exaltaron a Rosas como paradigma de la nacionalidad, con la decidida colaboración de los círculos católicos vinculados al clero.
 
Sobre la Córdoba liberal se ató el dogal de la intolerancia. Los partidarios del nuevo orden -"Dios, Patria, Hogar"- se lanzaron a perseguir opositores, expulsaron de sus cátedras a los docentes formados en los ideales sarmientinos, amordazaron a la prensa y oficializaron la obsecuencia y la delación. Diez años después, el peronismo cordobés había logrado acallar a la oposición liberal.
 
En 1954, Perón se mostraba despreocupado y dedicaba su tiempo a recibir a deportistas y estrellas del espectáculo, dejando en libertad a sus ministros para que organizaran a los estudiantes secundarios bajo la tutela del Estado.
 
En esa época, Perón había iniciado su ofensiva contra la Iglesia. Suprimió el carácter de días no laborables a ciertas festividades religiosas, auspició la prédica de pastores protestantes y condenó públicamente la constitución del Partido Demócrata Cristiano, atribuyéndole a sus fundadores y al Episcopado el propósito de enfrentar al gobierno. Luego instruyó a sus legisladores para que votaran leyes a favor del divorcio vincular. Pero ninguno de esos episodios provocó en la Iglesia tanta alarma, como el anunciado proyecto de adoctrinar a los jóvenes estudiantes secundarios.
 
Para desalentar cualquier disidencia, el ministro de Educación organizó un desfile estudiantil en Córdoba, el centro mismo del poder eclesiástico. Por ignorancia o soberbia, se subestimó a su culto e influyente arzobispo, monseñor Fermín Lafitte, quien reaccionó alentando a los jóvenes católicos a que organizaran su propia marcha en defensa de la fe agredida.
 
La convocatoria peronista fracasó. En cambio, las columnas arzobispales conmovieron por el número y fervor de sus adherentes. Perón, impresionado por el éxito de sus rivales, llamó a las autoridades eclesiásticas para reunirse el 22 de octubre de 1954. En esa oportunidad, el ministro de Educación acusó al arzobispo de Córdoba de haber organizado una contramarcha subversiva.
 
Todo estalló el 10 de noviembre, cuando Perón convocó en Olivos a sus gobernadores, a jefes de las fuerzas de seguridad y a las autoridades de la CGT y del partido oficialista. Allí denunció e individualizó a numerosos sacerdotes, a quienes atribuyó la intención de "impulsar disturbios" y dijo: "Quienes dejaron de cumplir con su deber de argentinos y de sacerdotes, están fuera de la ley". Es decir, admitió explícitamente que ejercía la suma del poder público, como sostenía la oposición.
 
Esa reunión tuvo enorme incidencia en la vida de Córdoba   -   Antes de que pudiera rendir su informe, el gobernador Lucini fue reprendido por "mantener a jueces manejados por la Curia", y se reclamó la inmediata intervención federal a la díscola provincia. El atribulado gobernador sólo atinó a pedirle a Perón que lo escuchara a solas. Concedida la gracia, Lucini logró salvar su investidura prometiendo "depurar" a su gobierno de "elementos clericales", a cambio de que la intervención se limitara sólo al Poder Judicial.
 
Dos días después, por decreto, fue barrido el Poder Judicial. Su interventor, Felipe Pérez (en esa época, ministro de la Corte Suprema), designó "en comisión" a todos los jueces, funcionarios y empleados y, para fin de año, había dispuesto decenas de cesantías. En adelante, las vacantes serían cubiertas sólo por quienes "estuviesen identificados con la doctrina nacional" porque según su opinión, "los jueces deben ser definitivamente peronistas", previa acreditación de su condición de afiliados.
 
En enero de 1955, los nuevos miembros del Tribunal Superior exhibieron su obsecuencia remitiendo telegramas a Perón, a su ministro del Interior y al jefe del comando superior justicialista, subrayando que juraron "con fervor peronista sus altas funciones". Oponerse a Perón siempre había entrañado riesgos. Ahora, con esta justicia facciosa, nadie ponía en duda de que la disidencia se convertiría en un pasaporte hacia la prisión.
 
En mayo, el Congreso sancionó la ley que declaraba la necesidad de la reforma del texto constitucional para separar la Iglesia Católica del Estado. Las autoridades eclesiásticas y gran parte de sus feligreses, comprendieron que Perón había decidido dar la batalla final.

Estos hechos reactivaron los planes de quienes pensaban que no había otro camino que la sublevación. A pocos sorprendió que aviones navales, en el mediodía del 16 de junio, atacaran la Casa Rosada, declarándose en rebeldía.
 
A la tarde, luego de sofocado el levantamiento, militantes peronistas incendiaron y destruyeron templos, locales cívicos y archivos. También en Córdoba activistas previamente concentrados en la CGT, se lanzaron al ataque contra el diario católico Los Principios, el palacio arzobispal y el seminario. Y luego, con amparo policial, incendiaron la Casa Radical y vejaron a los dirigentes que procuraron defenderla.
 
A partir de allí, el gobierno provincial acentuó la represión contra funcionarios y empleados sospechados de simpatías con los "clericales"  -  La vicedirectora de la prestigiosa Escuela Normal Alejandro Carbó, fue dejada cesante por no haber autorizado que dirigentes peronistas ocuparan el edificio para afiliar a la UES (Unión de Estudiantes Secundarios). La totalidad de los estudiantes se declaró en huelga y, a los pocos días, ese movimiento se extendió con el apoyo de colegiales de otras escuelas y la adhesión de la Federación Universitaria.
 
Las marchas callejeras desafiaron las prohibiciones impuestas por el estado de sitio. El gobierno delegó la represión en manos de agentes de civil y de militantes peronistas que, armados, se dedicaron furtivamente a la caza de adolescentes. Durante semanas, las calles se convirtieron en campo de batalla, mientras en la ciudad crecía un sentimiento de desprecio hacia las autoridades peronistas que fomentaron la represión.
 
La Iglesia, que en las horas iniciales del régimen le brindó su apoyo, ahora, azorada, sufría en carne propia el peso de la maquinaria represiva.
 
Sus fieles fueron convocados a las "horas santas", celebradas para orar por el cese de las persecuciones. José Aguirre Cámara, dirigente demócrata, pronunció estas palabras:


"Nosotros, las víctimas del despotismo cuando la Iglesia lo respaldaba y los católicos lo mimaban, lo adulaban y lo servían sin reservas, estamos al lado de las nuevas víctimas. Somos solidarios con ellos. Les tendemos las manos. Rezamos por ellos. Rezamos con ellos".
 
El 27 de julio se anunció que el médico rosarino Ingalinella, secuestrado semanas atrás, había fallecido por los tormentos aplicados por la policía. Médicos y abogados declararon una huelga para repudiar el crimen.
 
El peronismo provincial trató de reaccionar para frenar la impetuosa ofensiva opositora y convocó a una marcha con la consigna "se acabó la paciencia". Ya era tarde. Había perdido la calle.
 
En 1944, cuando París fue reconquistada y se expulsó a sus invasores, nuestro escritor José Luis Borges profetizó:


"¿El nazismo adolece de irrealidad, es inhabitable? Hitler quiere ser derrotado, Hitler, de un modo ciego, colabora con los inevitables ejércitos que lo aniquilarán".
 
En esos días de 1955, el peronismo también adolecía de irrealidad. Era inhabitable para los argentinos que, tiritando de miedo, habían escuchado la amenaza presidencial. Enceguecido, Perón colaboraba con quienes lo pondrían en indecorosa fuga.
 
El 14 de septiembre, casi en soledad y en un ómnibus de línea, llegó a Córdoba el general Eduardo Lonardi para ponerse al frente del combate inminente. El 15, en horas de la tarde y mientras se desarrollaba una reunión en la Cámara de Diputados de la Nación, un legislador de la oposición, el cordobés Mauricio Yadarola, paralizó a los asistentes al denunciar que había tomado conocimiento de que el general León Justo Bengoa, jefe del Regimiento de Infantería de Paraná, era víctima de "un paulatino envenenamiento", lo que motivó la airada reacción del bloque oficialista.
 
Esa denuncia era el santo y seña que aguardaban los civiles comprometidos en la revolución para alistarse. A la cero hora del 16 de septiembre de 1955, el general Lonardi tomó la Escuela de Artillería y, desde allí, sometió a la Escuela de Infantería tras una breve pero cruenta lucha. En la Escuela de Aviación, también en Córdoba, jóvenes oficiales destituyeron a sus jefes y se unieron a los sublevados.
 
Córdoba había quedado paralizada luego de la ocupación del Cabildo, sede de la jefatura policial y de la Casa de Gobierno. El gobernador y sus ministros, habían buscado refugio en las filas leales comandadas por el general Morillo, acantonado en las cercanías de Alta Gracia y se tenían noticias de que se alistaban varios regimientos para marchar desde Santa Fe, Catamarca y Salta para sofocar la rebelión.
 
En la Escuela de Aviación, los pilotos rebeldes constataron que sus aviones caza interceptores Gloster, no contaban con porta bombas y suficiente combustible para poder realizar operaciones contra las fuerzas que se aproximaban. Por eso, debieron limitarse a realizar vuelos de reconocimiento sin poder de fuego.
 
En esas horas de tensión se enfrentaron dos posiciones. Mientras Lonardi tenía decidido reunir sus fuerzas dentro del perímetro de las zonas que controlaba -Escuela de Aviación y Escuela de Artillería- para enfrentar a las columnas que se acercaban, en Córdoba los comandos civiles se negaban a declararla ciudad abierta. Por eso, en el día 17, hicieron esfuerzos para garantizar la normal prestación de servicios y alentaron al comercio a abrir sus puertas, procurando demostrar que el triunfo de la rebelión era irreversible.
 
En las últimas horas del 17 ya se habían concentrado los regimientos alistados para ocupar la ciudad. El cerco se había cerrado. Las avanzadas iniciaron fuego, repelido por civiles y cadetes utilizando las técnicas de la guerrilla urbana. Pero el grueso de las formaciones permanecía inactivo.
 
Los vuelos de reconocimiento constataron deserciones en las columnas sitiadoras, y que no se había producido el arribo de los regimientos que se trasladaban desde Catamarca y Salta. En esas circunstancias, el general Alberto Morillo se presentó ante las autoridades revolucionarias para establecer las condiciones de una rendición. "Se me va la gente", dijo Morillo ante Lonardi para explicar su decisión.
 
Al evocar esas horas, los pilotos de la aviación rebelde describieron así el episodio: "No fuimos atacados en bloque porque en las filas del gobierno no había voluntad para luchar". Y un oficial que tuvo la oportunidad de asistir a los preparativos que se realizaban en Catamarca para sumarse a las fuerzas leales, recordó que los jefes de los regimientos carecían de suficiente convicción como para entablar un combate.
 
Había concluido la "batalla de Córdoba" con la supremacía de las mínimas pero aguerridas fuerzas revolucionarias, frente a adversarios que, a pesar de contar con enorme poder de fuego, carecían de motivaciones morales para sostener a un gobierno agónico.
 
Cuando Perón, el día 19 de septiembre de 1955, solicitó que el Ejército se ocupara de entablar tratativas con los revolucionarios para dar fin a la lucha, no hizo nada más que reconocer que la "batalla de Córdoba" le había sido adversa y que había llegado su fin.

Por Armando Maronese   *
V. 07/8/2020
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